Como si el misterio fuera un lugar de vacío y no un espacio de revelación, Un día en el extranjero construye un universo de soledad e intemperie que se escama y se desmorona en la historia del fiscal Mendoza, fugitivo de sí mismo, extranjero –valga la obviedad– de su imaginación y de los insectos en los que, fantasea, se esconden las claves de la información que necesita, acaso para salvarse.

Con empecinado extrañamiento, Carlos Ríos crea un universo de dobleces y falsas oposiciones, donde la tarea es menos contar una historia que levantar el cerco del mimetismo y hacer de la metáfora un enredo de figuras y referencias.

Un día en el extranjero anula la moraleja que propone: «aquel que ve lo invisible, es amo de lo visible» y deja, en fórmula irónica –casi con la risa sobre la cara– que el lector reconstruya su verdad en un mundo que se cae a pedazos.